sábado, 8 de marzo de 2014

Daniel Calmels Espacio habitado


Por Daniel Calmels    Espacio habitado

Me propongo reflexionar acerca
de la casa, la vereda y la calle, así
como también sobre el rincón. Analizaré
las vivencias espaciales, en particular
la vivencia del jugar en el espacio.
Pensaré en la construcción de
una topografía vivencial, esto es, la
descripción o caracterización de un
lugar a partir de la vivencia. Construcción
de un espacio habitado por
el niño en épocas tempranas.
La relación con el espacio no está
descargada de afectividad, pues
es la experiencia corporal la que nos
introduce en su mundo, y son los
adultos con su función corporizante
quienes nos habilitan y acompañan
en la comprensión de sus variables.
El rincón
Si bien el rincón es un espacio que
puede encontrarse en los interiores
de las casas, el concepto de rincón
—tal como lo concibo aquí— puede
ser un espacio a construir en diversos
huecos (el hueco de un árbol, por
ejemplo). Todo hueco conlleva una invitación
a ser ocupado. El rincón es
un pliegue, encuentro de lados, profundidad,
un hueco expuesto.
Hay muchos sentimientos posibles
desde el rincón: puede ser vivido como
refugio, isla, celda, o mirador.
El rincón alivia, pero también separa
y margina; es el rincón el lugar
más alejado del centro y sólo hay cuatro.
Si un integrante de un grupo accede
al rincón queda en un lugar diferente.
El imaginario colectivo privilegia
el centro como lugar de encuentro
y los rincones como lugares de
marginación. Esto se hace evidente
cuando se castiga a los niños mandándolos
al rincón. En este caso, el
niño debe estar “metido” en él, mirando
hacia la pared, arrinconado.
Aquí es vivido el rincón como una pequeña
celda, porque no hay necesidad
de rejas para apresar al niño,
bastan algunas maniobras de aprisionamiento
para lograrlo, entre ellas
el retiro de la mirada propia y ajena,
y la exposición paralizante de la espalda,
lugar de ataques y amenazas.
Diferente es la situación de quien
llega al rincón para poder mirar. Desde
allí la mirada se hace extensa. El
rincón es buscado como sostén del
cuerpo que mira: mirador (mangrullo,
atalaya). En él, alguien se agazapa
para controlar, actitud que debemos
diferenciar de la acción de
agruparse (sobre sí) de quien busca
inmovilidad. Quien se agazapa
en un rincón nada deja atrás, no hay
quien lo mire desde sus espaldas.
Desde esta actitud de alerta, el rincón
puede ser un lugar de vigía, es
aquí donde el cuerpo se tensa y se
flexiona, hay un cuidado del mirar
controlando las acciones de los
otros.
También es posible habitar el rincón
como un refugio, en la búsqueda
de soledad e inmovilidad. Dice
Bachelard: “Primeramente el rincón
es un refugio que nos asegura un primer
valor del ser: la inmovilidad” (Bachelard,
1965). Refugio e inmovilidad:
sentidos propios del rincón, vivencias
que le otorgan su valor de
casa, envolvente, tranquilizadora.
Uno se adueña del rincón en la
medida en que pierde la conciencia,
para dejar paso a un vago sentimiento
de ensueño.
El rincón es un lugar transitorio,
en algún momento hay que salir de
él, está presente el riesgo de quedar
arrinconado, y el rincón que nos protege
se nos vuelve incómodo. Comodidad
o incomodidad, el rincón
nos garantiza cierta soledad. Muchas
veces los adultos culpabilizamos y
juzgamos la necesidad de los niños
de retirarse del trabajo y quedarse
en un costado. Confundimos soledad
con aislamiento.
Algunos niños vivencian el espacio
de la sala y el grupo como amenazador,
presentan una inhibición del
hacer y sólo pueden producir desde
un lugar protegido, oculto, un lugar
para mirar y no ser mirado. Necesi-
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Espacio habitado
ESCRITOS A MANO
Por Daniel Calmels
Daniel Calmels es escritor y psicomotricista.
Fundador del área
de Psicomotricidad del Servicio
de Psicopatología Infanto Juvenil
del Hospital Escuela Gral.
San Martín (Clínicas, 1980). Investigador
de las temáticas del
cuerpo.
tan pasar desapercibidos, y el rincón,
que es un espacio de media luz, lo
facilita. Es frecuente observar que
los niños ubicados en este rincón de
isla, de ocultamiento, con el objeto
de romper el aislamiento, comienzan
a enviar mensajes -botellas al marque
es conveniente recoger. Los niños
puestos en esta situación comienzan
a dirigir miradas, a participar
hablando, a lanzar pelotas, desde
ese lugar comienzan a comunicarse.
Aquí el rincón se constituye
en una isla, en un terreno ganado,
desde donde se prepara el viaje por
el continente de la habitación.
Cabría diferenciar entre rincón y
esquina. Entre los espacios utilizados
para habitar, el rincón es más privado,
individual, la esquina en cambio
es más pública, colectiva.
La esquina es la contracara del
rincón, en ella se congrega el punto
de mayor concentración de personas,
convocadas para la cita, el encuentro
o la reunión. Sin embargo,
el uso público de la esquina, encuentro
de veredas, se ve afectado. La inseguridad
ha puesto a prueba el encuentro
fuera de las casas.
Pensado dialécticamente, el rincón
no puede vivir sanamente sin
la esquina, se empobrece, pierde
materia de aventuras, voces colectivas,
sólo se acentúan sus propiedades
de isla, profundizando el aislamiento.
Casa, vereda y calle
La casa
La casa es el lugar donde habitamos.
Primer ambiente físico de exploración,
después y al mismo tiempo
que al cuerpo del adulto y a nuestro
propio cuerpo.
En el dibujo infantil, después de
logrado el cuerpo viene la casa. Dice
Arminda Aberastury, refiriéndose
a los niños: “...cuando dibuja es el
cuerpo su primer interés. La casa,
que lo simboliza, será luego el objeto
central de sus paisajes” (citado
por Rahal Abuchaem Jamil - Rahal
Abuchaem Thilda, 1986).
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Posición Acciones Rol Vivencia
CELDA De pie, de espaldas al centro Inmovilidad Preso Marginación
MIRADOR De pie o sentado de Pequeños cambios Vigía Dominio
frente al centro de posición
REFUGIO Sentado, acostado, agrupado Inmovilidad Habitante Protección
ISLA De sentado a de pie De la inmovilidad Extranjero Soledad,
al movimiento aislamiento
Para Gastón Bachelard, la casa
es “imaginada como un ser vertical
y como un ser concentrado que llama
a la conciencia de centralidad”
(Bachelard, 1965) La casa es un centro,
punto de partida, y así como resume
la verticalidad, se continúa con
un espacio horizontal: la vereda, y un
espacio profundo: la calle. El tango
“Sur”, desde la poética de la cotidianidad,
resume estos valores, al decir
Homero Manzi: “La casa, la vereda
y el zanjón”.
Los primeros lugares de acceso
permitido por los padres, los primeros
dominios protectores más allá de
la casa eran (y a veces son) la puerta,
el umbral y la vereda. Si la casa
es imaginada como la vertical y la
centralidad, la vereda es un principio
de descentramiento y está ligada a
la horizontalidad (“al pie de la acera
plana...”, como expresaba Fernando
Guibert).
De hecho, la vereda es un verdadero
espacio intermediario, interregno
entre la casa y la calle. Desde
un topoanálisis podemos decir
que la vereda no pertenece a la casa
ni a la calle.
La vereda
La vereda es una extensión de
la casa, aunque también mantiene
una relación con la calle. Es un espacio
donde se deposita cierta confianza,
debido a esa proximidad que
mantiene con la casa. Jugar en la
vereda permite un acceso rápido al
cuerpo protector de la casa cuando
amenaza el peligro del “hombre
de la bolsa”, los ladrones, animales,
etcétera.
Con frecuencia vemos a los niños
caminar cerca de las paredes,
tomando un ligero contacto con ellas.
Si observamos el frente de las casas,
podemos encontrar a veces una
línea que a la altura de un niño las
recorre; ésta es una marca que deja
al pasar, huella de una tiza o una
piedra que el niño desliza por las paredes
mientras camina. Es probable
que esta marca sea la complejización
de una conducta que comienza
por pasar la mano por las
paredes, vidrios, maderas, todo lo
que forma el límite interno de la vereda.
Esta conducta no cuenta con
un sentido muy claro, una explicación
lógica o consciente. Es un movimiento
espontáneo. La primera
conducta no tiene mediación: la mano
sin presión, apenas tomando contacto,
recorre la pared; mientras la
segunda conducta aparece ya mediatizada
por un objeto.
Esta conducta espontánea es vigilada
por los adultos cuando están
junto al niño. En algunos casos es
controlada; en otros, hay un pedido
de cese de la acción. No es ésta una
conducta “enseñada” por los adultos,
pero persiste transmitida por la
tradición que sostienen los niños.
Sin duda, la pared que linda con
las veredas es una aproximación a la
casa, con todas las implicancias que
ello connota.
Podemos inferir que el cordón y
la pared que limitan las veredas son
polos antitéticos y representan seguridad
y peligro.
Un niño que camine por el cordón
de la vereda es reprendido, en
la vida moderna, por el peligro que
implica la circulación constante de
vehículos en la calle. Así, el límite entre
la calle y la vereda está fuertemente
marcado por el cordón.
La conducta de los niños de arrimarse
a la pared y tocarla se explicaría
como una necesidad de reconocimiento
de este límite, asociado
al cosquilleo placentero que provoca
el pasar las yemas de los dedos
por las distintas texturas que las paredes
de la ciudad ofrecen; es el
placer de la seguridad. Tacto activo
por el cual siente su mano y se siente
en su mano: palpación de rugosidades,
lisuras, marca indeleble sobre
el objeto.
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El acto de marcar una línea, de
dejar una huella, podría entenderse
como un acto asociado y derivado
del anterior. Entre la mano y la
pared hay un objeto, principio de
distanciamiento. La línea marca un
camino, un sendero trazado con una
piedra, la misma que desgranaba
Pulgarcito para encontrar el regreso
a su casa. Esta acción podría implicar
la posibilidad de alejarse de
la seguridad que le brinda el contacto
directo con la pared, de atreverse
a caminar sin ser llevado de
la mano. Espera un salto cualitativo:
cruzar la calle.
El niño que cruza la calle primero
es acompañado y luego es mirado,
hay toda una enseñanza para ir
más allá de las veredas.
Pasado el tiempo de desarrollo,
el niño va dejando su vereda para
atreverse a transitar las veredas vecinas.
Ya mayorcito suele reunirse en
la esquina; ésta es una vereda compartida,
colectiva, un espacio abierto,
lugar de encuentro.
La esquina no es más que las espaldas
de un rincón, es un lugar de
confluencia de todas las veredas del
barrio.
En las grandes ciudades, las veredas
pasan a ser reemplazadas por
las plazas, por los clubes, etc.; estos
lugares representan también un
lugar de confianza, aunque no tienen
las mismas propiedades de la zona
que se extiende desde el umbral hasta
el cordón.
El ir transitando, habitando, y combinando
estos espacios exhibe un camino
de independencia y de autonomía
en el niño. Las formas de habitar
el espacio, la posibilidad de construir
una nueva casa, de dar permiso
a que la puerta se abra para ir a
jugar, tienen sus fuentes en nuestra
casa primera. Dice G. Bachelard:
“...en suma, la casa natal ha inscripto
en nosotros la jerarquía de las diversas
funciones de habitar... está físicamente
inscripta en nosotros” (Bachelard,
1965)
La calle
La calle transforma la horizontalidad
de la vereda en profundidad, es
el lugar del peligro, es terreno de nadie.
A diferencia de la vereda, no hay
motivo para discutir la propiedad individual
de la calle.
En el campo óptico de la perspectiva,
la calle funciona como un
gran desagüe, desagote de los líquidos,
como un canal que nos absorbe:
“...las calles son como tubos donde
son aspirados los hombres”, dice
Max Picard, tubos que nos invitan
peligrosamente a caer y deslizarnos
en sus profundidades, “al salir de casa
como es habitual por el agujero
de una calle…”, como expresa Noé
Jitrik. En cada esquina se renueva
una boca-calle.
El cordón de la vereda es lugar
de oscilaciones: entre abajo y arriba
hay cambios cualitativos; el cordón
marca una frontera. El poeta G. Ungaretti
escribe: “Oscilo/ al borde de
una calle/ como una luciérnaga”. Luz
y sombra, avance y retroceso, arriba
y abajo, oscilaciones en el lugar del
límite.
Una escena lúdica: un niño camina
haciendo equilibrio sobre el
cordón, busca un riesgo posible de
transformarse en juego. Equilibrio
- desequilibrio, la estabilidad que
la casa delega en la vereda se pone
a prueba en el cordón. Entre todos
los cordones, el de la esquina
se presenta como el más peligroso:
“aquí me tienen en esta esqui-
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Existe un espacio que podemos denominar
casa nido, que “construye” el niño en
el cuerpo del otro que lo sostiene; la búsqueda
de un lugar a través de movimientos
que van moldeando el cuerpo del adulto.
Beatriz Grego, en un estudio sobre D.
Winnicott, dice: “Primero el niño anida en
la madre, antes en el útero, luego en los
brazos”. (Grego, 1986) Acudir a la metáfora
del nido para hablar del sostén no es
una elección desacertada. Posicionado en
el nido que se construye en el pecho, el niño
escucha el arrullo de su madre, el ro-ro,
el arrorró, término que proviene del canto del pájaro. Arrullar remite
a “la voz natural del palomo o tórtoro”, y es también “adormecer al
niño meciéndole o cantándole algo”.
La pasión que los niños demuestran ante la posibilidad de hacer
una casa en el árbol no es más que recuperar el nido fundante, estar
en brazos del árbol es volver al lugar primero, donde estaba el
fruto al alcance de la mano.
LA
CASA
DEL ÁRBOL
na balanceándome peligrosamente
sobre el cordón de la vereda”,
decía César Fernández Moreno. La
expresión “callejero”, refiriéndose
a los niños que pasan mucho tiempo
en las veredas, en ningún momento
es suplantada por “veredero”,
porque aquí el término calle representa
lo exterior a la casa. La
calle funciona como antítesis de casa,
por eso es necesario nombrarlos
así, acentuando una carencia
de albergue de la casa.
Producto del desamparo, los “chicos
de la calle” son un extremo de
esta representación: ellos se ven forzados
a hacer de la calle su espacio
cotidiano.
Jugar en la vereda
La vereda es un límite y a la vez
una extensión, la casa se cierra en el
espacio que ella comienza, pero a su
vez desde y hacia ella la casa se proyecta.
En lo que se refiere a su utilización,
a la vereda la rige una normatividad
distinta que a la casa; es
limitado el poder de uso que tiene
sobre ella el dueño de casa. La casa
es un espacio de permanencia y
de tránsito privado de los cuerpos
de los dueños y de los allegados a
ellos. La vereda no tiene privacidad
en el tránsito y sí alguna privacidad
en la permanencia.
Los niños inventan juegos para
resolver sus contradicciones, o por
lo menos enriquecerlas. Uno de estos
juegos es “el patrón de la vereda”,
forma lúdica de desplegar la contradicción
entre lo público y lo privado.
El juego consiste en asignarle un
“patrón” a la vereda, que no es lo
mismo que decir “dueño”: el patrón
manda, pero no es propietario. En
este juego, entonces, el tránsito por
la vereda está permitido pero a su
vez es castigado. Se trata de un juego
clásico de persecución que intenta
poner en discusión la posesión de
dominio de un espacio, de tal manera
que un niño asume los derechos
sobre el tránsito y permanencia en
un espacio y al mismo tiempo los ve
burlados y amenazados por quienes
pasan corriendo de un extremo al otro
de los límites de la vereda; el “patrón”
entonces intenta tocarlos: si esto
ocurre, deja su rol para que otro
lo ocupe o gana un aliado en defensa
de la propiedad que se ve invadida.
Transponiendo el límite de la vereda,
el “patrón” no tiene incumbencia;
este espacio funciona como refugio
y en las veredas vecinas el perseguido
se siente a salvo.
El “refugio”, “el lugar a salvo”,
suele designarse en muchos juegos
como “casa”. Las manchas y las escondidas
poseen un espacio establecido
como “casa”, un lugar donde
el perseguidor se detiene porque
tiene la prohibición de ocuparlo; al
tocar o estar en este espacio en las
escondidas el niño dice “salvo”, anunciando
que se encuentra a salvo.
La fiesta en la calle
Así como la vereda habilita el juego
compartido, la calle puede metamorfosearse,
convertirse en una
gran vereda, perder los valores de
hostilidad y peligro. Si la vereda convoca
al juego compartido, la calle
convoca a la fiesta pública. Para que
esto sea posible, para que avancen
las propiedades de la vereda sobre
la calle, o sea para extender algunas
propiedades de la casa, es necesario
cierto acontecimiento público,
comunal, una fiesta compartida.
No basta una fiesta privada que extienda
su dominio sobre la vereda;
se requiere de una convocatoria a
la vecindad. Si esto ocurre, los vecinos
se apropian de la calle, cierran
el paso de los vehículos, cortan
la calle. La calle se convierte en
un gran patio en el interior de la colectividad
de casas.
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